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El reflejo de una realidad triste (Julia García Urceloy)

Mi novio ha vuelto de trabajar hace unas horas. Se ha encontrado la ropa de ayer doblada sobre la cama, otra colada ya tendida que recogeré mañana después del desayuno ‒su ropa del trabajo no puede mezclarse con la demás‒, los platos limpios. A veces, cuando hago las tareas de la casa mientras él trabaja, no puedo evitar sentirme un poco esposa perfecta, con la diferencia de que no llevo un bonito vestido ceñido a la cintura ni cocino un bizcocho ni tengo la intención de quedarme embarazada en un futuro próximo o lejano. De hecho, no tengo ni puñetera idea de cocinar nada más allá del Cola Cao que me preparo por las mañanas, alguna pizza precocinada o un filete vuelta y vuelta. Supongo que por eso tampoco me llama mucho la atención el horno que se supone tengo en el vientre.

El que cocina de los dos es él. Le gusta hacerlo, sobre todo en nuestras pequeñas temporadas de convivencia. Le anima preparar platos para alguien más que sí mismo. Mientras friego los que ensuciamos en la cena de ayer ‒que como siempre le quedó estupenda y se lo dije y él le sacó mil pegas pero yo qué pegas le voy a sacar si me ha hecho el favor de darme de comer‒, pienso que es nuestro reparto de tareas particular y no pactado. Disfruto de fregar los platos porque me pongo música y canto y es satisfactorio ver la cubertería brillante después. Lo mismo me pasa con tender y doblar la ropa. Los fines de semana, él suele fregar el suelo y los dos juntos vamos a la compra, y es a él a quien le toca subir el carro dos pisos sin ascensor.

Pero decía que mi novio ha vuelto hace unas horas de trabajar. Su profesión es muy automática, repetitiva, y no requiere de demasiada atención intelectual, digamos. Es un trabajo mecánico y físico. Pero él sí es una persona con intereses culturales e intelectuales. Pasa las horas de trabajo escuchando pódcast, algunos programas de radio y, ante todo, audiolibros. Le encanta la literatura fantástica. A mí no demasiado, aunque los géneros especulativos me fascinen. Tiendo más a la ciencia-ficción, que a él también le gusta, uno de los motivos por los que nuestras conversaciones, cuando ninguno sospechaba aún que acabaríamos repartiéndonos tareas, comenzaron a alargarse.

Dado mi interés por la literatura en general, no puedo sino sentirme un tanto enfadada conmigo misma por este rechazo a la fantasía cuando antes, allá por la adolescencia, fue de mis géneros favoritos. Actualmente, sin embargo, la mera idea de sumergirme en mundos de magias inexplicables, batallas épicas y criaturas variopintas me genera una pereza de la que me cuesta escapar. Aquí es cuando me aprovecho de la afición de mi novio por el género: cariño, cuéntame la trama completa del último libro que has leído. Disculpadme lo pícaro, pero si no consigo leer fantasía, al menos quiero estar enterada de lo que se mueve en su panorama literario. 

Lo mismo me pasa con la mayoría de videojuegos en realidad: no puedo terminar la mayoría porque mi habilidad con los controles no es precisamente buena, a veces siquiera puedo empezarlos ‒lo cual me enrabieta porque caigo en el estereotipo machista y rancio de que a las chicas no se nos dan bien los videojuegos‒, pero me dedico a ver cómo los completa otra gente en YouTube o a acompañar a mi novio, que es un gran aficionado a este nuevo arte, mientras los juega, atenta a la pantalla de televisión donde tiene conectados el ordenador o la consola de turno y comentando con él lo que sucede.

Ahora estamos los dos tumbados en el sofá, abrazados, con las piernas enroscadas, como tantas otras veces. Mi cabeza descansa sobre su hombro. Me dice que hoy ha empezado un libro nuevo. Le pregunto qué tal está. Dice que bien, que si quiero saber de qué va. Le respondo que claro que quiero. Empieza una explicación sobre los personajes aderezada con varios «es que no me explico bien».

—Te explicas perfectamente, bobo —le digo, y sigue contándome.

Presto atención a todo lo que me narra, aunque quizás hoy en día ya se me hayan olvidado algunos detalles. Creo recordar que hay una guerra entre dos países, uno que podríamos considerar ni bueno ni malo ni todo lo contrario y otro que, desde luego, es mucho peor. O quizás no sean dos países, sino un país y un grupo de saqueadores y mercenarios que arrasa allí por donde pasa. Sea como sea, hay unos más malos que otros, y los más malos lo son hasta tal punto que sólo un lector con cierta guasa cínica, o uno que tiene una falta grave de empatía, decidiría apoyarlos o comprenderlos. De verdad, objetivamente, sin posibles malabares de moral ni abogacía satánica, son la peor clase de calaña que te puedes encontrar.

El protagonista perdió a su familia y vive alejado del resto de seres humanos, clásico miedo a volver a atar unos lazos que pueden romperse en cualquier momento, más aún en un mundo tan cruento. Pero acaba conociendo a una especie de clérigo y a una mujer con dos hijos, y así los cinco se embarcan en una aventura. El clérigo, por lo que me cuenta mi novio, parece un secundario clave. La mujer y sus hijos no tanto, pero me llama la atención algo de ella: en el pasado la violaron.

Recuerdo entonces cuando hace unos meses me habló de otro libro. Un protagonista comprometido con una amada de la que ha tenido que separarse, historia de amor que consiguió que me plantease leer el libro pese al marco fantástico; y otro personaje femenino que se pasó toda su infancia y adolescencia como objeto sexual de hombres terribles. Las violaciones se volvieron algo tan rutinario para ella que, aunque sin duda le afectaban y aún afectan, prácticamente las tenía asumidas como un elemento más de su existencia y podía sobrellevarlas sin demasiada agonía. Supongo que a todo se acostumbra una.

Y como éste, otros tantos ejemplos de fantasía en los que personajes femeninos con cierto protagonismo parecen forzados a pasar por el trámite de la violación para verse construidos. Es cierto que no el total de ellas ‒#NotAllWomenInFantasy‒, pero sí un porcentaje que me llama la atención y que, considerando mis lecturas previas, no veo tan pronunciado, en principio, en otros géneros.

Esto, por supuesto y dado que no soy una esposa perfecta, se lo planteo a mi novio, aclarando en todo momento que la fantasía no es mi campo en absoluto, aunque sí lo sean la ficción y, concretamente, la literatura, y que sólo quiero saber su opinión como lector acérrimo del género.

Me reconoce que sí, es cierto, hay un porcentaje elevado de personajes femeninos que sufren este tipo de violencia sexual, pero que la fantasía que él lee tiende a lo adulto y a lo oscuro y que, al igual que se incluyen temas como el racismo o escenas difíciles de digerir, como muertes sangrientas de niños, ¿por qué iba a excluirse la violación? A lo cual añade que, por supuesto, es fantasía basada en la época medieval, aunque suceda en otros mundos, y que dicha época era machista, un factor innegable que no se me ocurriría discutirle.

Pero esto a mí me revuelve y es, quizás, uno de los motivos por los que la fantasía dejó de llamarme la atención. Primero, la época medieval no me resulta, a nivel personal, excesivamente interesante, aunque tenga su punto, pero siempre he sido más del siglo XIX en adelante. Y segundo, qué manía con basarlo todo en ese punto concreto de la Historia y con justificarlo desde una perspectiva de época de violencia y ausencia de auténtica moral, más allá de la religiosa. Si me planteas otro mundo, por muy medieval que sea, no tiene por qué existir ningún tipo de sexismo. Me refiero: puedes crear lo que te venga en gana, ¿por qué mantener entonces la existencia del patriarcado? Bastaría con una bruja un poco despierta para eliminar cualquier ideología absurda, bastaría incluso con que esa ideología jamás se hubiese desarrollado, pero ningún autor parece atreverse a dar el paso.

Todo esto me lleva a otra pregunta: por supuesto que en un mundo oscuro y sumergido en la crudeza va a existir violencia de todo tipo, ¿pero por qué la sexual sólo se produce contra los personajes femeninos? ¿Acaso un ejército que arrasa ciudades está formado enteramente por hombres heterosexuales, o es que la sodomía masculina no se ha utilizado desde siempre como humillación ‒tal y como sucede con la violación en realidad, que no es más que una forma de dominación y muestra de poder‒? Y por último, si eliminamos el machismo de la ecuación, ¿no existirían en dicho ejército malvado mujeres heterosexuales que querrían violar a los hombres de la ciudad? De nuevo por maldad, por humillación, por un juego de poderes entre el victorioso y el vencido.

Hemos cambiado de postura en el sofá. Aún tengo la cabeza apoyada, ahora en su pecho, pero nuestras piernas ya no están enroscadas. Su mano descansa en mi hombro y me tiemblan las rodillas, como siempre que saco temas de conversación peliagudos con gente a la que quiero. Soy consciente de que no lo he planteado como un ataque hacia sus gustos literarios, los cuales respeto aunque no comparta en este punto y que, como he dicho, me sirven, desde el egoísmo, para enterarme de lo que se me escapa. También soy consciente de que él no se lo va a tomar como una crítica ni un ataque, pero no puedo evitarlo. Me asusta una posible bronca que nunca ha sucedido aunque nuestras opiniones fueran distintas, o peor: hacerle sentir mal con el tipo de ficción que consume, avergonzado de sus lecturas como tantas veces me han hecho sentir a mí con mis películas, libros o series. Lo último que querría es que no me contase lo que lee por miedo a una crítica mía que desollase no sólo la obra en sí, sino a él mismo.

Por otro lado, me tiemblan las rodillas porque me siento asquerosamente hipócrita. Creo que mis planteamientos son válidos, pero estoy escribiendo una novela de ciencia-ficción cuya protagonista es una ginoide prostituta. Manda huevos. Quién seré yo para criticar estos aspectos si en mi mundo donde un microchip podría acabar con todas las ideologías que atentan contra los derechos humanos decido que dichas ideologías existan. Quizás mi única defensa es que mi obra sucede en la Tierra y en nuestras sociedades, que al parecer han avanzado tecnológicamente pero aún renquean en temas de igualdad… Pero, ¿no es acaso legítimo que una mujer decida escribir sobre el machismo, incluyendo en esa fórmula la violencia sexual? ¿Es que deberíamos escribir todas nosotras historias en las que dicha violencia no existe, pese a que actualmente aún camine rampante y nos afecte en mayor o menor medida? ¿Estoy, quizás, fetichizando la violencia que otros ejercen sobre mí, como tantas otras veces se ha hecho? 

Puede que lo que auténticamente me moleste es que la mayoría de autores conocidos de fantasía, y en cualquier santo género excepto en la romántica ‒ya sabéis, ese género secundario para mujeres de mediana edad insatisfechas con sus vidas matrimoniales o para adolescentes hormonadas e histéricas que ansían conocer el amor‒, son hombres, y que un porcentaje elevado de sus personajes femeninos sufran ese tipo de violencia sí que me parece algo más cercano al fetiche que a la denuncia: de nada me sirve que a Fulanita de tal, hija de los Huracanes y prima de una señora de Cuenca, la violen si no es una parte fundamental de lo que la obra quiere criticar o expresar. Si la violación pudiera omitirse por completo de la fórmula de su personaje sin que apenas afectase al mismo, ¿para qué incluirla?

Antes de las posibles respuestas a esta pregunta, quiero responder a una “contrapregunta” que podría planteárseme: ¿no hay acaso ahora un gran debate sobre la representación? A más de un autor se le ha ocurrido la estupenda idea de decir que para qué incluir personajes LGBT en sus historias, cuando la identidad sexual no tiene por qué aportar nada a la trama. En ese caso, ningún personaje debería ser heterosexual tampoco, o no se debería especificar su color de piel. La diferencia es que la buena representación de la Otredad es reivindicación y visibilidad, que al igual que aportamos el dato de que Mengano está perdidamente enamorado de una bellísima dama, podríamos decir que está igual de enamorado de un bellísimo caballero. Quizás no es algo fundamental para la trama o el personaje, pero existe una diferencia sutil, apenas un detallito, entre la sexualidad y la violación: una es un hecho natural, como el color de la piel, y la otra un acto de violencia que una o más personas deciden cometer. Una no tiene víctimas ni verdugos, la otra sí. Una no supone, de por sí, un trauma. La otra sí. Y como dijo una profesora mía, el trabajo de un escritor es como el del cirujano: un mal corte con el bisturí y cometemos una negligencia, una herida profunda que dejará cicatriz, unas palabras para siempre cauterizadas en la cabeza de una persona.

Pero yo me planteaba para qué incluir la violación cuando no aporta, literalmente, nada. La primera respuesta que se me ocurre, que también me dio mi novio, es que en el mundo planteado le pasa a tantas mujeres que es improbable que a Fulanita no le haya sucedido o le vaya a suceder, sin más. La segunda respuesta que se me ocurre es que muchos autores masculinos se piensan que una violación es construcción del personaje per se, sin necesidad de mucho más ‒es curioso que no piensen lo mismo para sus personajes masculinos, sin embargo, pero que el sufrimiento y muerte de sus esposas e hijos, es decir, seres por naturaleza más vulnerables como todos sabemos, sirva en muchas ocasiones para construir a un protagonista atormentado. Al final violan y matan a las mismas de siempre‒. 

Las últimas respuestas que se me ocurren son que, cuando se escribe mal, la violación es una fórmula facilona para que el lector sienta empatía por el personaje o para aportar ese ambiente oscuro y cruel, pero me temo que aquí ya caeríamos en lo que por el particular lenguaje de Internet llamaríamos edgy, es decir, algo tan excesivamente oscuro que rompe con el pacto de ficción y nos lleva incluso a la risa, cuando pretende justo lo contrario.

Esto no significa que las violaciones, sean a hombres o a mujeres, no deban existir en ningún género, incluyendo la fantasía. No me encontraréis a mí escandalizada por actos de violencia en la ficción, al contrario: cuando alguien se queja de que en Watchmen el Comediante viola a una mujer, la deja embarazada y finalmente la mata cuando ésta viene a recriminarle, soy yo la primera que salta para explicar por qué ese tipo de violencia está justificada ‒como mecanismo narrativo y no cómo acto, nunca como acto‒ dentro de esta obra de ficción en particular. Que sirve, de hecho, para que despreciemos profundamente al personaje del Comediante y para criticar todo lo que él hace y darnos cuenta de que su filosofía como “superhéroe” es, hablando en plata, un asco. Que es la encarnación de la hipocresía, de un tipo de hombre despreciable que existe a sus anchas en el mundo y que puede llegar a ser admirado como un héroe. Me refiero a que sólo un terrible lector o espectador no comprendería que ver a dos hombres negros matarse a golpes en una pelea organizada durante la época de la esclavitud para que los blancos que les han comprado disfruten con el espectáculo, no es sino una forma de mostrarnos cuán asqueroso es el personaje de Leonardo DiCaprio en Django Desencadenado y la clase de atrocidades que se cometían en la época, criticándolas, denunciándolas en una historia de venganza, de rebelión y, ante todo, de liberación protagonizada, precisamente, por un hombre negro.

La violencia, y en concreto la violencia sexual, puede mostrarse incluso de forma explícita si la intención que hay detrás de la misma es la crítica, la denuncia, o incluso la exposición de un hecho que, tristemente, sucede. Pero si se usa con este último propósito, ha de hacerse con cuidado: es fácil decir que a Fulanita la violan porque es algo que le sucede a las mujeres, ¿verdad? Todavía hoy, a muchas de nosotras, en todos los lugares del mundo. Eso argumenta mi novio, por lo menos. Pero, y permíteme cariño el salto de pértiga y la exageración, ¿quiere decir eso que todas las mujeres en la ficción deben ser violadas, o al menos la gran mayoría de ellas? El hambre también afecta a un gravísimo número de personas y conozco pocos personajes hambrientos. La enfermedad no sabe de razas, de géneros o de países, y no en todos los libros se incluye un personaje enfermo. La depresión es la sombra de un suicida titánico que se arroja sobre Occidente, a punto de aplastarnos a todos bajo su peso, y aunque podamos discutir si tal o cual personaje está deprimido, ¿cuántos libros tratan auténticamente el tema de la depresión? ¿Y cuántos de estos personajes deprimidos están verdaderamente bien construidos? Si levanto una piedra, me salen cientos de personajes «con depresión» cuya enfermedad tan sólo sirve para que sintamos lástima por ellos o para, peor aún, justificar acciones injustificables ‒sí, romántica juvenil, te estoy mirando a ti y a tus maromos trastornados.

Quizás lo que ocurre es que existen temas que no pueden tratarse a la ligera y que, si se incluyen, deben cuidarse, exponerse adecuadamente, incluso si no son el eje central de la historia. Que no pueden servir como mecanismo para la empatía o la pena, para ennegrecer el mundo presentado, o para engañarnos con la intención de hacernos creer que un personaje está bien construido, cuando es la casa de paja del primer cerdito.

Al final se nos ha hecho tarde, venga a hablar sobre el tema mi novio y yo en los sofás. Cenamos. De nuevo él prepara la comida y yo mañana, después de doblar la ropa tendida, lavaré los platos. Tenemos una charla más amena, nos reímos, luego volvemos a tumbarnos para ver alguna serie, finalmente llega la hora de dormir. Entonces me doy cuenta de que, por el debate que tuvimos, no me contó todo lo que había leído ese día, y me contesta que de todos modos tampoco quedaba mucho. Pero insisto: cuéntamelo, hombre, si total, ya me has enganchado. Cuando termina, le digo que si avanza mañana durante el trabajo me cuente más. Vale. Buenas noches, cielo. 

Me pego a él entre la oscuridad y las sábanas. Siempre se duerme antes que yo, agotado por el esfuerzo físico que suponen sus jornadas, y yo procuro convencer deprisa a mi cerebro de que tenemos que descansar. Cierro los ojos, me acomodo y Morfeo se niega a llamar a la puerta: no dejo de pensar en eso de que a las mujeres nos violan no sólo en la fantasía épica, medieval, oscura y otros subgéneros, no sólo en la literatura como tal, no sólo en la ficción. Nos violan ahí fuera, en el mundo, constantemente. 

Creo que sólo tengo tres protagonistas, en todas las historias que he escrito, que sean prostitutas ‒que podemos argumentar si el sexo, en ese ámbito, es violación o no, pero desde luego es una muestra más de la posición de la mujer en el mundo‒, creo que jamás he escrito sobre una mujer violada, aunque quizás sí escenas de intentos de, o de otra clase de violencia sexual. ¿Cuántas de mis chicas han pasado por ese trance, en mayor o menor medida? ¿Cuántas de mis chicas ficticias? ¿Cuántas de mis chicas reales? ¿Cuántas veces, de qué formas, se ha presentado también en mi vida?

Abro los ojos. El perfil de mi novio es una silueta enmarcada por la escasa luz que entra por la ventana. Me arrebujo contra él porque no sé a cuántas mujeres les está sucediendo ahí fuera, cuántas duermen tensas notando el peso del cuerpo de sus hombres al otro lado del colchón. Le aprieto la mano al mío aunque no me sienta, profundamente dormido, porque este mundo patriarcal da un poco menos de miedo cuando tienes a un hombre bueno a tu lado.

Estos autores que incluyen la violación como un trámite para sus personajes femeninos no entienden, me temo, esta última realidad. Pero la intuyen, incluso diría que muchas veces la conocen y, sencillamente, no quieren entender. No puedo sino recordar a aquellos que echan la culpa a las mujeres por cómo vestían, sabiendo nosotras como sabemos la naturaleza impulsiva y sexual del hombre, y que luego se escandalizan si los llamamos violadores ‒#NotAllMen‒. Es, con permiso de Orwell, un acto de doblepensar. 

Sin darse cuenta de lo que realmente sucede y desde una ignorancia completa, sea consciente o inconsciente, estos autores incluyen en sus textos el mal reflejo de una realidad triste. Mientras tanto sus esposas miran hacia la ventana y ven sus perfiles masculinos, recortados por la luz de la noche, y no sé si se arrebujan contra sus maridos o si se alejan para darles la espalda. Pero ellas, todas ellas, a veces también se preguntan cuántas de sus chicas. Cuántas veces, de qué formas, esa realidad triste en sus vidas.

 

Julia García Urceloy

 

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