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La cuarentena de Dickinson

Nunca me ha gustado hablar de Emily Dickinson como la poeta que vivió encerrada en su casa, ni el tono paternalista que se intuye cuando se la convierte en la pobre chica enferma que vivía demasiado asustada como para salir al exterior. Hace tiempo que hemos superado la fase de leer escritoras partiendo del prejuicio que nos provocan las vidas que llevaron. Hoy, de todos modos, en medio de la cuarentena que estamos viviendo y habiendo recibido las noticias que todos imaginábamos de que esto va a durar, por lo menos, un mes, me parece adecuado hablar de Dickinson no desde el morbo que provoca saber que padecía de agorafobia y que vivía la mayor parte de su tiempo en su casa, sino desde la admiración y el respeto que infunde leer su obra y sentir lo que ella sentía, caminar por los senderos que dibujó desde su fortaleza personal; todo para ser conscientes de la cantidad de posibilidades que nos ofrecen nuestros hogares. 

 

Hay quien tiene la osadía de decir que Emily Dickinson no vivió y que sus poemas son solamente desvaríos propios de una mujer sola y aburrida, como si el confinamiento de la poeta hubiera impedido que Emily hiciera lo que toda poeta debe hacer antes de ponerse a escribir sus versos, aquello imprescindible a cualquiera que pretenda llegar al corazón de alguien: sentir. Dickinson sintió profundamente. Se enamoró perdidamente de Susan Gilbert, que era a su vez poeta, editora y la cuñada de la propia escritora que nos ocupa. El amor de Emily no era un enamoramiento pasajero ni un capricho. Susan fue la musa de Emily durante toda su vida, y un día escribió sobre ella: 

 

“¡Noches Salvajes – noches Salvajes!

¡Si yo estuviera contigo

Las noches Salvajes serían

Nuestro lujo!

 

¡Fútiles – los vientos –

Para un Corazón en puerto –

Que ha terminado con la Brújula –

Que ha terminado con la Carta de Marear!

 

Remando hacia el Edén –

¡Ah – el Mar!

¡Si yo pudiera tan solo amarrar – esta noche –

En ti!”

 

A partir de este poema, recomiendo encarecidamente buscar la correspondencia entre estas dos mujeres. Pero además de enamorarse perdidamente y de escribir obras de arte como las que escribió, Emily Dickinson también tuvo tiempo de cultivarse a ella misma. La poeta era una seguidora acérrima del trascendentalismo, movimiento que defendía el dominio de los impulsos por encima de la razón y de la lógica. La teoría trascendentalista influenció su obra ampliamente. Además, la escritora aprovechaba los viajes de su padre para que éste le trajera libros y así poder seguir leyendo. Podemos, todas y cada una de nosotras, dejarnos influenciar ahora por ella desde nuestros hogares. Escribía poemas tan maravillosos como este: 

 

Saber llevar nuestra porción de noche

o de mañana pura;

llenar nuestro vacío con desprecio,

llenarlo de ventura.

 

Aquí una estrella, y otra estrella lejos:

alguna se extravía.

Aquí una niebla, más allá otra niebla,

pero después el día.

 

O este:

 

De las almas creadas

supe escoger la mía.

Cuando parta el espíritu

y se apague la vida,

y sean Hoy y Ayer

como fuego y ceniza,

y acabe de la carne

la tragedia mezquina,

y hacia la Altura vuelvan

todos la frente viva,

y se rasgue la bruma...

yo diré: Ved la chispa

y el luminoso átomo

que preferí a la arcilla.

 

Cuentan, además, de que Dickinson lanzaba poemas por la ventana. Imaginad recibir de sus propias manos y de su puño y letra unos cuantos versos. En fin, que en su confinamiento autoimpuesto, Dickinson vivió un amor que le duró toda la vida, escribió versos que han llegado hasta nosotras porque no se merecían menos y a través de la lectura viajó a cientos sino miles de lugares lejanos. Ojalá durante este mes seamos un poquito más como Emily Dickinson, o por lo menos hablemos de ella, o por lo menos leámosla más.

 

-Maria F. Beltran

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