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La medicina y el machismo

Podría volverme loca si intentara volver atrás en el tiempo, recorriendo el camino a la inversa que me llevara a encontrar el momento exacto en el que empezó este silenciamiento de la voz de la mujer en el mundo, la chispa que incendió y destruyó el museo que contenía las obras de arte de lo que podría haber sido, con todos los manuscritos, premios y logros que habrían acontecido si hubiéramos hecho las cosas un poco diferentes, si hubiéramos vivido en una utopía y no nos hubiéramos encontrado en el bando perdedor. 

A día de hoy, la gran mayoría de los argumentos expuestos para coartar la libertad de una mujer nos parecen ridículos y de otra época, muy lejana a la realidad en la que vivimos ahora; y cuando digo la gran mayoría me refiero a que, por desgracia, y como no me canso de repetir, todavía nos queda un gran número de paredes que tumbar, barricadas levantadas tras las que el patriarcado sigue presentándonos batalla, silencioso pero siempre alerta. 

Las raíces de este machismo sistemático se arraigaron a tal profundidad, que por mucho que arranquemos la maleza, el verdadero mal sigue contaminando todos los aspectos de nuestras vidas. Una institución que ha tenido un importante papel en mantener viva esta mala hierba a través de los siglos ha sido la comunidad médica. La sarta de sandeces que venimos escuchando toda nuestra vida, las frases que hacen que nos llevemos las manos a la cabeza cuando nos informamos un poquito, han estado perpetradas por la ciencia. El problema fue uno de aquellos a los que seguimos enfrentándonos hoy en día: un grupo de hombres que decidió que conocía mejor el cuerpo femenino que las propias mujeres. 

Ha habido ejemplos muy claros a lo largo de la historia, como por ejemplo el hecho de que las mujeres no pudieran estudiar en la universidad porque eran inferiores a los hombres (y que se hicieran estudios al respecto), el considerar la masturbación una enfermedad, o castigar a las mujeres por la ninfomanía e intentar curarnos extrayendo los ovarios o el clítoris… 

El ataque orquestado por la comunidad médica en el que quiero centrarme, y que me parece que define mejor las afirmaciones que tenemos que seguir desmintiendo hoy en día, es la enfermedad de la histeria, diagnosticada tantísimas veces a lo largo de la historia (y sobretodo en la época victoriana). 

Haciendo referencia al principio del artículo, y recordando lo que he dicho sobre que no puedo alcanzar a ver el origen en el horizonte de esta represión, debo decir que el término histeria fue utilizado por primera vez en Egipto, en 1900 aC. En Grecia se reafirmó la existencia de esta dolencia, cuando Platón afirmó que esta enfermedad se debía a las perturbaciones que sufría el útero cuando no obtenía lo que deseaba y que, por lo tanto, se desplazaba por todo el cuerpo provocando dolencias mayores, como un animal rabioso. Por cierto, histeria proviene de la palabra griega “hysteron”, que significa útero. Por mucho que ya no se nos diagnostique en exclusiva a las mujeres, la palabra útero en griego siempre estará relacionada a una dolencia psicológica. No me parece un destino muy agradable, y por supuesto, tampoco justo. 

En la Edad Media, la histeria dejó de considerarse una enfermedad para pasar a ser una señal de brujería. Vamos, que no mejoramos para nada. Estoy segura de que podéis adivinar la solución a cualquier síntoma de la enfermedad presentado por una mujer: la hoguera. No había otro castigo posible para alguien que hubiera pactado con el diablo, y no tenían que pensárselo mucho porque, según los entendidos de la época, era muy fácil que una mujer se dejara influenciar por el maligno, debido a su naturaleza más débil que la masculina y a su intelecto inferior. De esta manera, además, se aseguraban de que las mujeres no tuvieran libertad alguna sobre sus cuerpos. 

Aquí es cuando el tema se vuelve incluso gracioso. A partir del renacimiento la medicina volvió a encargarse del problema de la histeria. Se consideraba que dicho mal aparecía a causa de un deseo sexual reprimido. Nuestro útero ya no se descontrolaba y viajaba por todas partes, pero en algunos manuales de la época victoriana los síntomas de la histeria podían llegar a superar las 75 páginas.  

La solución que se nos ofrecía: orgasmos. Para obtenerlos, las mujeres debían ir a una consulta donde se les proporcionaban baños con chorros de agua a presión o masajes pélvicos. Los médicos estaban hastiados de proporcionarles placer a las mujeres, y en 1880, el doctor Joseph Mortimer inventó un artefacto que les facilitaría el trabajo a los doctores de la época: el primer vibrador. Hubo una gran epidemia de mujeres histéricas en la época, y la comunidad médica no quería que el vibrador fuera utilizado con fines sexuales. Vaya, que ahora los hombres de esa época se tirarían de los pelos si pudieran ver en qué se ha terminado convirtiendo su invento. 

De todos modos, para tener una buena salud se recomendaba que las mujeres se casaran y tuvieran hijos, como si el placer sexual de la mujer fuera una preocupación real para la mayoría de hombres. 

Freud, además, fue más allá y se atrevió a decir que las mujeres no debíamos pensar demasiado para evitar la histeria, y que todas aquellas que estuvieran preocupadas por temas de justicia social o reivindicaciones era que simplemente sufrían envidia de pene, porque el tener aspiraciones no era propio de nuestra especie. En fin, un misógino de manual.

No hace tanto que dejó de considerarse la histeria como una enfermedad exclusiva de las mujeres, y su único fin parecía ser el demostrar que las mujeres somos seres esclavos de nuestros deseos y pasiones, incapaces de racionar. Debíamos dejar que el hombre, una especie mucho más sofisticada y evolucionada que nosotras, nos llevara por el camino correcto.Y no solo se nos robó cualquier tipo de credibilidad, que nos era arrebatada simplemente por nacer en un cuerpo que no era considerado el más fuerte, si no que además se nos culpó por ello. Nuestra sexualidad era una enfermedad, nuestro deseo sexual era algo dañino que nos volvía locas y que no debíamos manifestar. 

El patriarcado siempre ha ido de la mano de la institución que pudiera brindarle más credibilidad en cada etapa histórica, y los hombres se han encargado siempre de juzgar a las mujeres desde su posición de desconocimiento absoluto. Por desgracia, mientras escribía el artículo no he podido evitar recordar cómo a día de hoy todavía tenemos grupos de hombres poderosos que siguen creyéndose con todo el derecho a opinar sobre nuestros cuerpos, a prohibirnos el aborto, a dictar las sentencias que defenderán o condenarán nuestros cuerpos después de un abuso, a hablar sobre la prostitución…

Parece mentira que no aprendamos, por mucho que avance la historia y nos demuestre una y otra vez lo mucho que nos hemos equivocado. Solo hay una cosa que tenemos que interiorizar y que nos está costando demasiado, algo que demuestra que el patriarcado no ha desaparecido, solo ha cambiado de cara, y que el “no estamos tan mal, las cosas han cambiado” es una idea ridícula, y es que todavía no sabemos escuchar. La misoginia sigue escondida detrás de los discursos paternalistas, viviendo dentro de todos aquellos que se creen con el derecho a decidir sobre las vidas y cuerpos de las mujeres sin pararse a tener en cuenta lo que tienen que decir; dentro de todos aquellos que pasan por alto la verdadera importancia de este problema, que siguen pensando que los micromachismos no son importantes. A ver si abrimos los ojos y nos damos cuenta de que ya no llevamos a las mujeres a ver un médico cuando sienten deseo sexual, pero vivimos en un país en el que nuestra libertad sigue siendo tema de debate. Si el problema no existiera, no tendríamos que hablar de él.

 

Maria Fernández Beltran

 

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